Querido Roberto

Querido Roberto

A Roberto Godoy Pincheira.

En febrero del 2014 nos encontramos en un café de Punta Arenas. Todavía tenías fuerza y esperanza, aunque te comunicabas con un lápiz y un papel. En ese momento descubrimos que si movías los labios pausadamente, podía entenderte como si de veras me estuvieras conversando. Fue hermoso. Y hasta podíamos reírnos a ratos. Hablamos de ti, de tu trabajo de operario en la revisión técnica, de cómo tus compañeros te ayudaban cuando las cosas no andaban bien. Me dijiste que vivías solo. Ya no había mucha fuerza para el sexo y tus relaciones antiguas y variadas eran motivo de recuerdos graciosos, aunque presentes y reales. Imaginé tu soledad en una habitación y supuse que saldrías adelante, por esa fuerza interior que siempre te admiré. Eras capaz de jugarte por algo, lo que fuera, si de veras lo sentías. Como cuando asumiste tu rol de revolucionario en la época de transición democrática: el sistema te era ajeno, egoísta y perverso. La sociedad en la que vivías no era para ti, apenas sí eras parte de ella, porque se nace y se crece sin alternativas, salvo las que permanecen siempre indomables en el corazón. Y asumiste con estoicismo tu encarcelamiento en los años 90. Era parte del riesgo y lo sabías. No recuerdo que odiaras a alguien, salvo la falsedad y la impostura. Asociabas tu estirpe a la sangre mapuche y te involucraste en ello sintiéndolo a fondo. Y al hablar de esa tierra y su gente tus ojos brillaban. Lo indígena corría por tus venas y hasta es probable que hayas estado en los campos de Arauco antes de esta existencia. Al ir a dejarme en tu auto escuchamos a Pichi Malen, esa prodigiosa cantante aborigen. Yo no la conocía y quedé ensimismado. Sentimos su voz como un llamado milenario, una corriente de ríos ancestrales y de piñones cayendo de las araucarias. Era extrañamente bello: tú ya no podías expresarte, pero me enseñabas a conocerte a través de esa voz entrañable que se arrastraba por el espacio como si estuvieras en esas tierras indómitas que amabas. Recuerdo que en la despedida nos abrazamos y besaste mi calvicie en un gesto de fraternal complicidad. Nos reímos y te advertí que no siguieras hablando tanto. Como al rencontrarnos en febrero pasado, en Chillán. Te hallabas postrado en casa de tu hermana Clara y parecías un ser de otro mundo. Ya estabas en él, ciertamente. Me impresionó verte, pero no era tu declinación física lo importante, sino lo que traslucías en esa deformación sin misericordia que el cáncer produce: era una sensación de plenitud espiritual imposible de describir. Y de inmediato asocie tu apariencia física con un personaje de película que nacía anciano y terminaba siendo un niño. Tu eras el anciano que viajaba hacia atrás en el tiempo y descubrías los secretos de esta y otras vidas. Pero, eras también el niño sabio que en silencio esperaba su renacimiento. En ese mismo silencio tomaste mi mano derecha y la pusiste en tu corazón. Era tu forma de reconocimiento y de hacerme saber que ya no eras de este mundo. Tal vez nunca lo fuiste y pasaste por acá para enseñarnos a ser un poco mejores, más honestos, más auténticos, con todas tus imperfecciones y con todos nuestros defectos. Por eso quizás, decidiste ver el mar por última vez. Allí, postrado frente a las olas, debiste saber hacia dónde te dirigías y rodeado de quienes te quisieron vislumbraste el horizonte que a todos nos espera. Ahora estás allí. Ya iniciaste “el gran viaje” carente de esos bienes terrenales que nunca te importaron. Estarás abrazado a tu viejita y entendiendo al fin los “pecados” de la carne. Seguramente alguien te cantará en lengua mapuche y verás ese cielo que entre nosotros siempre intuiste. Ah, y con certeza absoluta emitirás tu grito de guerrero, ahora sí resonando por todo el universo.

Juan Mihovilovich
(18 marzo 2015 -10:00 am)

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